Los otros influyen en nuestra forma de estar en el mundo y son fundamentales para nuestra salud mental. La cultura individualista y los espacios «nosotros-céntricos».

La emergencia sanitaria, que nos ha obligado a encerrarnos entre las murallas domésticas a muchos de nosotros por largo tiempo, ha debilitado uno de los aspectos fundamentales de la vida: la relacionalidad. Como señala la psicología, las relaciones sociales son fundamentales para nuestra salud mental y están también en el origen de la identidad que se va gestando en cada uno de nosotros gracias a las experiencias que vivimos. Además, como lo demuestra la neurociencia, juegan un papel incluso en la formación del cerebro, como explica Daniel Siegel (La mente relazionale – Raffaello Cortina, 2001). Se entiende, por tanto, cómo estar excluidos de la vida social durante mucho tiempo haya afectado negativamente nuestro bienestar y la calidad de nuestra vida.

La historia de la psicología clínica se caracteriza por el énfasis progresivo que se le da al papel de las relaciones interpersonales para la formación del individuo y de los estudios sobre los efectos nocivos que pueden tener las relaciones disfuncionales: no existe una orientación que hoy no reconozca cuánto influyen los demás en nuestro modo de estar en el mundo.

El enfoque de la neurociencia llega a afirmar que, solo en las relaciones, el cerebro puede dar lo mejor de sí mismo (¡y nosotros con él!). Según S.W. Porges (La teoria polivagale – Giovanni Fioriti Editore, 2016) cuando un ser humano no está conectado con otros seres humanos no está bien. Según sus estudios, los seres humanos necesitan vivir en contextos sociales “seguros”, de lo contrario no tienen forma de acceder a sus funciones cerebrales superiores.

Cuando el organismo percibe que el contexto social es inseguro, de hecho, le cuesta relacionarse con sus pares y el cerebro es incapaz de activar las conexiones entre funciones arcaicas y evolucionadas. Si, por el contrario, se siente reconocido y aceptado por lo que es, entonces puede aprovechar al máximo sus recursos.

Esto significa que si fuéramos capaces de construir relaciones en las que las personas recíprocamente se conviertan en una fuente de seguridad, sería posible trabajar por el bien común, pero también expresar toda nuestra creatividad, mientras que cuando nos relegamos a la indiferencia y la sospecha, perdemos en términos de salud y de calidad de vida.

Este es un riesgo que se avecina ahora que podemos tener miedo de cualquiera que encontremos, porque podría ser portador de una infección. Pero en realidad esta desconfianza es algo que vivimos desde hace algún tiempo, urgidos por la cultura individualista a no pensar en los demás sino en nosotros mismos y a no confiar realmente en nadie.

Entonces, ¿qué se necesita para vivir una relacionalidad sana, en la que el egoísmo sea reemplazado por la elección consciente de vivir en reciprocidad?

Creo que una respuesta puede provenir de otros estudios neurológicos, que comenzaron con el descubrimiento de las neuronas espejo en la década de 1990 por un grupo de académicos de la Universidad de Parma. Según estos estudios, lo que ocurre en las relaciones intersubjetivas deriva de la capacidad innata de crear un espacio «nosotros-céntricos», es decir, el espacio compartido en el que se configura el estar con el otro.

Las neuronas espejo nos permiten comprender las intenciones y emociones que subyacen a las acciones de la persona que estamos observando. Según Vittorio Gallese, se produce una simulación encarnada: nuestro cerebro revive (simulandolo que el otro está haciendo o experimentando y de esta manera es capaz de comprenderlo. Es como si estuviéramos realizando una determinada acción o experimentando una determinada emoción.

De esta forma, las neuronas espejo nos permiten sintonizarnos con quienes nos rodean. Esta capacidad es un aspecto fundamental para el bienestar del ser humano, que por constitución está abierto a los demás y que, en cierto sentido, necesita estar conectado con ellos gracias a los múltiples «espacios nosotros-céntricos» a los que puede dar vida.

La existencia de estos espacios «nosotros-céntricos» es lo que, a nivel neuronal, crea el sentido de comunidad y hace posible la reciprocidad, porque hace que las personas se sientan íntimamente ligadas las unas a las otras. Cuando la simulación encarnada “hace sentir en mi piel” lo que otro está viviendo, de hecho, se hace más fácil sentir que esa persona “me pertenece” (Juan Pablo II – Novo Millennio Ineunte), que es otro yo.

A través de este mecanismo, que la psicología define empatía, es más fácil “cuidar del otro”, imaginando necesidades y deseos, amándolo así como yo quisiera ser amado. Al mismo tiempo, esta forma de funcionamiento del cerebro facilita vivir la reciprocidad, pues cuando la persona que tengo enfrente realiza acciones cuyas intenciones intuyo como benévolas, puedo optar más fácilmente por corresponder a sus gestos (por cuanto cada vez que decidamos abrirnos a nosotros mismos asumimos el riesgo de no ser correspondidos y experimentar una desilusión).

Según lo que dice la neurociencia – que confirma no solo lo que dice la psicología, sino también lo que la filosofía teoriza y expresan muchas religiones en la llamada Regla de Oro –, estamos hechos para vivir en relaciones de reciprocidad (las más “seguras”).

Claramente, no es inmediato crear relaciones de este tipo en todos los contextos: las relaciones a menudo están marcadas por la desconfianza, el egoísmo o incluso la violencia.

Esto depende del clima relacional (y cultural) en el que crecemos o nos encontramos, que guía la formación de nuestros circuitos neuronales y, en consecuencia, nuestras elecciones. Sin embargo, aunque las neuronas espejo pueden ayudarnos a adentrarnos empáticamente en la experiencia de los demás, está en cada uno de nosotros elegir en qué dirección orientar este “poder” de comprensión que puede utilizarse tanto para ayudar a quienes me rodean como para aprovechar su fragilidad.

Entonces, ¿cómo orientar esta elección? Promoviendo una cultura de reciprocidad y una educación para el bien común, capaz de redescubrir la belleza de las relaciones de sincera atención al otro y hacer brotar del corazón y la mente el deseo de vivir en recíproca benevolencia.

 

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