Comencé los estudio en kinesiología al azar (o mejor dicho, de forma providencial), sin conocer nada de esta profesión.
Los estudios me parecían superficiales, incoherentes, tanto que al finalizar la formación me dio la impresión de no tener competencia ni medios para adquirirlos. Me parecía que no merecía tomar los trabajos que hacía con los pacientes.
En este momento conocí a la Espiritualidad de la Unidad.
Dos años luego, un médico me dirigió hacia Francoise Mecieres. Hice un mes de formación con ella, por primera vez encontré una persona que creía en su trabajo y que se dedicaba completamente a los tratamientos de rehabilitación que aplicaba.
Aunque incapaz de juzgar sus afirmaciones, completamente originales respecto a mi formación anterior, fuesen válidas o no, quedé impactada por su coherencia, por su actitud de estar siempre en el lugar de los pacientes. Ella nos hacía a nosotros, sus alumnos, el tratamiento, de manera que experimentáramos sobre nuestro cuerpo los efectos de la fisioterapia y los efectos beneficiosos o no de algunos tratamientos. Me sorprendió su tenacidad de buscar la causa de su sintomatología y de trabajar hasta obtener del paciente un mejoramiento clínico, sino fuese posible la curación.
Comencé así a practicar su método de reeducación y los pacientes mismos me convencieron de su validez, diciéndome que les hacía mucho bien. Entré en una lógica de búsqueda y de trabajo con el cual adquirí progresivamente una experiencia práctica, que me permitió no aplicar pedestremente los protocolos terapéuticos. Sentí poseer los modios para buscar las razones del dolor físico y las malformaciones, y los medios para mejorarlos.
En aquel período los turnos de recuperación duraban una hora y media cada uno; los días eran muy plenos. En este momento hice otra elección, contracorriente respecto a mis colegas: limitar el tiempo de trabajo para poder estar más con mis hijos, para tener tiempo para rezar, hacer meditación etc. Tuve la impresión de trabajar mejor.
Cada paciente me enseñó algo nuevo. Este trabajo me enseñó la paciencia, porque es un trabajo manual y son necesarias a veces muchas horas de reeducación para lograr una mejoría significativa. Me ha enseñado la humildad, porque muchos tratamientos no dan el resultado que el paciente y yo esperamos.
La Espiritualidad de la Unidad iluminó mi método de trabajo.
En el comienzo de mi trabajo, comencé a curar a los miembros del Movimiento de los Focolares, con quienes era natural busca de vivir el amor recíproco, y esto me llevó a darle prioridad a este aspecto. Gradualmente comencé luego aplicar este método de trabajar con los otros pacientes, a no hacer diferencias. El laboratorio de amor fraterno funcionaba plenamente.
Luego, como creyente, advertí que no debía sentirme omnipotente frente al paciente. De hecho el terapista ejerce un peso fuerte sobre ellos, y puede ejercitarlo para el bien del paciente o para sí mismo. Es necesario elegir, es una elección que hay que hacer en cada momento. Para tomar distancia de este poder, yo personalmente se lo ofrezco a Dios en la oración. Le confío a las personas, los tratamientos que hago y los resultados. Siento que es Dios mismo quien me da las inspiraciones, a tal punto que me parece ser solo un instrumento en sus manos. Más voy adelante en mi trabajo, más lo siento verdadero.
Muchas veces me he preguntado como buscar concretamente el bien del paciente. La respuesta que he sentido es: vivir el momento presente, es decir estar totalmente allí, para él, en eso que hago, ensimismarme lo más posible en sus sensaciones. Y escuchar lo que dice. Hoy puedo afirmar que el paciente se ha convertido en una guía, en mi trabajo, y él me indica de qué modo debo hacer y qué debo hacer para tratarlo.
Me encuentro con el sufrimiento en cada uno de mis pacientes. La Espiritualidad de la Unidad me ha enseñado a tomarme el tiempo para considerarla, acogerla, hacerme cargo; esto es importante porque la tentación es de protegerme, queriendo resolverla o evitándola si es muy grande. El primer paso, en cambio, es mirar a la persona que sufre y sufrir con ella y luego buscar de aliviarla.
También para el paciente este intervalo de tiempo es importante, porque él mismo puede revelarse o defenderse del dolor y entonces el sufrimiento es mayor. En cambio, yo terapista, me encargo de hacerme el tiempo para aceptar el sufrimiento y hacerlo propio, puedo pedirle al paciente de aceptarlo y es que a través de esta aceptación inicial, el y yo encontramos la paz.
Luego de 10 años de práctica, siento la necesidad de transmitir la experiencia y he comenzado a formar a otros terapistas, primero en mi estudio, luego organicé cursos de formación profesional. Formé a un terapista portugués, y él mismo me propuso formar un grupo en Portugal. También en Roma enseñé el método Mézières a una terapista y ella me propuso hacer cursos para terapistas en Roma.
Durante estos cursos de formación, en los cuales participan otras personas que comparten la Espiritualidad de la Unidad, siento que la actitud de escucha recíproca nos guía y crea ese “clima que hace óptima la formación, ni muy teórica, ni muy superficial”, como me dicen los alumnos. Y me doy cuenta que esta actitud transforma a las personas y las hace capaces de trabajar de un modo nuevo.
Siento que es muy importante tener una actitud de respeto del cuerpo de mis pacientes, sea ya con las miradas, que con los gestos.
Y me maravilla cada día el modo que cada paciente tiene de superar su problema, su desventaja. Es a menudo una lucha en cada momento, que puede ser heroica. La naturaleza en general, y la naturaleza humana en particular, tiene una capacidad de adaptación considerable. También mi trabajo consiste en adaptarse en el modo más armonioso posible a la desventaja de la persona sufriente: debo admitir que esta adaptación recíproca es para mí, objeto de contemplación permanente, porque me lleva a lo Absoluto.
He aprendido también a no analizar las causas del sufrimiento, a no juzgarlas en relación a la responsabilidad del paciente, de su familia o de la sociedad, porque entiendo que cada sufrimiento tiene un significado intrínseco y debo tomarlo como tal.
Jean Marie Drouard, Terapista en Rehabilitación